Prólogo

El Doctor Javier Carnicero me ha pedido que escriba un prólogo para su biografía del profesor Félix Aramendía y Bolea, catedrático de Clínica Médica de la Universidad de Madrid en las postrimerías del siglo XIX. Y tras un inicial y lógico titubeo, dos son las razones que me han conducido a aceptar esta sin duda grata (aunque comprometida) misión: de una parte, nuestra amistad: una no común y ya larga amistad, que se basa en la confianza, una indefinida suerte de afinidad entre nosotros, y se abona con la azarosa distancia; otra, el hecho de compartir profesión y oficio con Aramendía. Si la primera circunstancia me podría plantear alguna duda de parcialidad por mi parte, la segunda transformaba la propuesta en una obligación, pues al hacerlo me siento, muy modesta e inmerecidamente, partícipe en la reconstrucción de un importante eslabón histórico de la enseñanza médica en España.

Conocía a Javier como un brillante gestor de la Sanidad Pública, autor de relevantes trabajos sobre esta materia, y tuve la satisfacción de ser miembro del tribunal de su tesis en la Universidad de Valladolid, pero ignoraba sus dotes de escritor e investigador histórico, dotes que he descubierto al hojear este libro, y que no dudo en calificar de excelentes. A la vista del libro, es evidente, que aparte de contar con la información relativamente fácil de adquirir a través de la memoria y los vínculos familiares (Don Félix Aramendía fue su bisabuelo materno), Javier Carnicero ha trabajado muy duramente para recoger no solamente datos personales sobre el catedrático y el hombre Aramendía, sino también sobre muy variados aspectos geográficos, históricos, políticos, sociales, sanitarios y académicos, relacionados con Navarra, Marcilla (el pueblo natal de Aramendía), la ciudad de Zaragoza, y el ambiente universitario y médico del Madrid de finales del XIX. Todo ello hace que en realidad, estemos ante el trabajo de un erudito.

Justo es reconocer que el personaje del que trata el libro facilita la labor del biógrafo, por los relevantes trazos de su personalidad que por sí solos ofrecen interesante material para llenar muchas páginas. A través del relato de Javier Carnicero, queda en nuestra mente la figura de Félix Aramendía como un profesional entregado a la ciencia/arte de la Medicina desde sus años de estudiante, que oposita a alumno interno y lo es (despertando en los profesores médicos de mi generación la nostalgia por la pérdida de esta figura que hemos vivido y hemos dejado morir con indiferencia cuando no con complicidad); que sigue casi religiosamente a su maestro, el Dr. Julián Calleja, (hasta el extremo, casi patológico de bautizar con el nombre de este a su primer hijo); que se motiva por doctorarse lo antes posible tras la licenciatura, porque tiene muy claro que su meta está en la cátedra universitaria, y que por encima de todo ejerce de médico con la entrega y generosidad que informa esta profesión, como lo demuestra su participación en la epidemia de cólera de 1885 en Zaragoza, durante la cual además de aportar luz trasmitiendo los conocimientos más actuales de su época mediante conferencias y publicaciones, forma parte de una comisión oficial para desvelar lo que hubiere de cierto y aprovechable en la entonces balbuceante y cuestionada vacuna de Ferrán. La descripción que hace Carnicero de este episodio es muy vívida, y nos hace aprender cómo los avances de la ciencia pueden a veces estar enlentecidos por trabas de todo tipo y no solo administrativas, sino también políticas. Es digna de recordar, la anécdota que el autor refiere, relativa a la cautela con la que las máximas autoridades gubernativas abordaron la autorización de la vacuna: “El Ministro de la Gobernación, llegó a prohibir la vacuna, salvo que la practicase el mismo Ferrán supervisado por un Delegado del Gobierno”. Materia para reflexionar.

Pero, algo que destaca sobremanera en la obra de Carnicero, es la profunda revisión que el autor hace de los distintos ambientes y tiempos a fin de situar al personaje en su medio circunstancial; así, primero el del pueblecito de Marcilla, donde nació Don Félix, hondamente rural, en cuya descripción aprendemos desde las pertenencias que llevaban consigo los viajeros que iban a la capital, hasta la dieta habitual de los labradores de la época, que hubo de alimentar al niño Félix. Conocemos el agitado panorama militar y político de la Navarra de mitad del siglo XIX: el Convenio de Vergara, la ley de Fueros de 1841 y el llamado “bienio progresista”. En el terreno social, destaca la amena y documentada descripción de la ciudad de Pamplona (véase como ejemplo el gracejo y pulso popular que Carnicero imprime en lo referente al animado paseo provinciano de la Taconera). Más adelante, podemos recrearnos con el ambiente de la ciudad de Zaragoza, en cuya Universidad Aramendía desarrolló su periodo más largo e intenso como médico y catedrático universitario. Es también amplia e ilustrativa la descripción del ambiente en el que el jovencísimo catedrático debió desenvolverse en esta etapa aragonesa. Ciudad provinciana universitaria, en una situación económica y de desarrollo más bien estancada, en la que vemos a un prestigioso médico que vive en la zona burguesa de la ciudad, donde practica la medicina privada, y que participa, además de en las actividades de su Universidad, en las de otras instituciones intelectuales y sociales, entre las que destacan las del Ateneo, cuya enumeración y descripción nos hacen conocer algunos de los principales temas que motivaron a la sociedad intelectual Zaragozana de la época, tan variopintos como el origen de la vida, el problema de la prostitución, o la exaltación de Aragón, a través de un certamen científico-literario.

También nos desvela el Autor, cómo nuestro personaje, el catedrático de Marcilla, no se vio libre de las sutiles redes de la militancia política, y así, nos lo muestra como Diputado y Vicepresidente de la Diputación provincial de Zaragoza. Desde esta privilegiada posición de poder (sin duda mayor que el de la cátedra), nos cuenta Carnicero cómo Aramendía pudo ejercer (como vicepresidente de la comisión de Beneficiéncia), una gestión eficaz sobre el presupuesto de los dos hospitales de Zaragoza. También en este capítulo sobre la faceta política de Aramendía, Carnicero hace gala de su erudición y sólida documentación.

Pero probablemente una de las aportaciones más relevantes del libro que sigue a estas palabras, una verdadera sorpresa para los que lo desconozcan, es la aparición en escena, como par y coetáneo de Aramendía, nada menos que del Nobel Ramón y Cajal, con quien (¿o debo decir contra quién?) el primero opositó a la que había de ser su primera cátedra, en Granada. Con muy documentados testimonios de la época, se encarga enseguida Carnicero de convencernos, de que no hubo ningún pucherazo (como algunos en su época quisieron ver) en la decisión del tribunal de otorgar cátedra a Aramendía y no a Cajal, y de demostrar, que pese a ciertos comentarios más o menos despectivos de su célebre contrincante, en el fondo Cajal estaba convencido de la valía de Aramendía, quien probablemente, habría tenido mejor formación, y además tenía más facilidad de palabra en la exposición de sus lecciones y discursos que el Nobel. Este convencimiento queda muy claro en la gracia castiza de la cita, en la que el propio Cajal explica que está convencido de que Aramendía “no era tonto”; Dejo al lector que la descubra y paladee el porqué. Pues bien; para describir de forma convincente y completa esta importantísima franja de su vida, y la relación de ambos catedráticos, tenemos en el libro de Carnicero toda una serie de detalles acerca de las relaciones de ambos profesores, de sus pensamientos recíprocos y del ambiente que los rodeaba en la ciudad universitaria, que colma nuestra curiosidad y enriquece nuestro conocimiento, como por ejemplo, cuando nos refiere la equilibrada dinámica y resortes del triangulo académico entre el Decano y factotum de Madrid Julián Calleja, y sus dos brillantes discípulos, Aramendía y Cajal, por lo que conocemos que si bien al primero “premió” (sin perjuicio de sus demostrados méritos) con alcanzar primero la cátedra desde su privilegiado puesto de presidente del tribunal, a Don Santiago acogió, protegió y apoyó en la Universidad “Central” cuando buscaba sostén para sus originales descubrimientos histológicos en un mundillo científico poco receptivo.

Finalmente, Carnicero se enfrasca, en el análisis de la producción científica de Aramendía, principalmente como teórico de la Clínica Médica. Es de agradecer el recuerdo que hace el biógrafo, de cómo inicialmente la Patología Médica y la Clínica Médica eran materias bien diferenciadas, aunque se unificaron a efectos de traslados en 1898 para finalmente, años más tarde, fusionarse en una sola asignatura (dividida en tres cursos) como Patología y Clínica Médicas, tal como las conocemos durante el siglo XX y aún en la actualidad en algunas Facultades. Pues bien, en esta parte del relato, vemos cómo desde el principio Aramendía tuvo una clara disposición más por la Clínica, que por la Patología Médica, aunque en la mentalidad de nuestros días nos cueste bastante captar las diferencias. En esta línea, amén de sus numerosas aportaciones en revistas, especialmente en “La Clínica” de Zaragoza, destacan dos libros: “Estudios fundamentales de Patología Médica: noxotasia”, y unas “Lecciones de Clínica Médica”, este último siendo ya catedrático de Madrid, y cuyo final tuvo que correr a cargo de uno de sus discípulos, pues la prematura muerte alcanzó al jovencísimo profesor sin concluirlo. Los detallados comentarios que Carnicero hace a propósito de estos dos libros, nos permiten repasar la situación de ambas disciplinas, y de la Patología General a través de los principales tratadistas de la época. Digna de mención especial dentro de este capítulo es la visión profética y precursora de Aramendía de algo plenamente instaurado en las actuales Facultades de Medicina, que no ha sido una realidad hasta el último cuarto del siglo XX: la incorporación a la Universidad de profesores, cátedras y titularidades de especialidades médicas, que con una visión pragmática, echa de menos el Profesor de Marcilla cuando escribe: “desgraciadamente no contamos en nuestro país con cátedras dedicadas al estudio de todas las especialidades que dentro de la Patología Médica se han reconocido…”. Sin duda una mente precursora.

La consecución de la cátedra de Madrid (objetivo íntimo de Aramendía, tal vez desde sus tiempos de alumno interno) y los trabajos para estas lecciones de Patología Médica, son de hecho el colofón de la vida del médico, con lo que Carnicero da fin al relato que a unos dará a conocer una imprescindible figura de la Medicina y la Enseñanza Médica españolas del siglo XIX, y a todos aportará datos, conocimientos y sugestiones de interés tanto histórico como humano e intelectual sobre la época en que transcurre la vida del protagonista.

En cualquier caso y para cerrar este ya demasiado extenso prólogo no quiero dejar de destacar un factor que si es importante en cualquier producción humana, no lo será menos cuando se escribe la historia de un familiar ilustre: el libro que tienes lector en tus manos es fruto del intenso estudio y trabajo de investigación de su autor, eso está claro desde las primeras páginas, pero además, no cabe duda de que posee un aditamento no menos importante: este libro está escrito también, y en gran medida, con el corazón.

La Laguna, diciembre de 2005

Luis Hernández Nieto

Catedrático de Medicina de la Universidad de La laguna Académico de Número de la Real Academia de Medicina de Santa Cruz de Tenerife