LA ZARAGOZA DEL FINAL DEL SIGLO XIX
Forcadel1 afirma que durante el último cuarto del siglo XIX Zaragoza era un buen reflejo de la sociedad relativamente inmóvil, estable, de la Restauración. Aquellos años eran los de la depresión de la economía europea y de la crisis agraria, de gran influencia en la economía aragonesa y zaragozana. Los censos de población reflejan tasas de crecimiento muy bajas: entre 1877 y 1900 sólo hay 9.897 nuevos vecinos.
Zaragoza había pasado por un proceso de industrialización entre 1856 y 1866, con la creación de 76 sociedades con proyectos industriales, entre las que destacan las mineras, textiles y harineras2. El siguiente avance en el crecimiento industrial tendrá que esperar hasta los años noventa. La red ferroviaria se completaba con la llegada de trenes desde Cariñena (1887), desde Barcelona, vía Caspe y por el sur del Ebro (1894). En 1883 llegaba la electricidad de la mano de Electra Peral y de la Compañía Aragonesa de Electricidad, cuya concentración dio lugar en 1911 a Eléctricas Reunidas de Zaragoza.
Los primeros servicios de la red de tranvías, arrastrados por mulas, empezaron en 1885 y comunicaban el centro histórico con los nuevos barrios. Su trazado fue muy discutido, por su impacto en el precio del suelo y por marcar el crecimiento hacia la periferia. El tranvía que subía a Torrero necesitaba refuerzo en la dotación de mulas para salvar la cuesta de Cuéllar. Otras líneas comunicaban con el Arrabal, la estación de Madrid y la del Bajo Aragón. Una línea de circunvalación bajaba por el Coso hasta la Universidad, giraba por el Ebro y subía por el Portillo.
En 1885 se celebró una Exposición3 que había empezado a gestarse en 1879 cuando la Real Sociedad Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País había lanzado la iniciativa de presentar lo más destacado de la producción industrial española. Se albergó en el matadero que Ricardo Magdalena estaba construyendo para la ciudad en lo que hoy es la avenida de Miguel Servet, lugar que entonces se encontraba en las afueras. La sede de la Exposición contaba con más de 25.000 metros cuadrados de superficie, de los que casi la mitad se encontraban cubiertos.
La epidemia de cólera trastocó la organización de la muestra y la inauguración oficial, que estaba fijada para el 1 de septiembre, se retrasó un par de semanas. Tras su celebración, acabó viviendo una segunda etapa que comenzó en septiembre de 1886. Se estructuraba en seis secciones: Ciencias, Artes Liberales, Agricultura, Industria Mecánica, Industria Química e Industrias Extractivas. Según las crónicas de la época, la de Ciencias, donde destacaban las instalaciones del centro geodésico de Casañal, o las del Cuerpo de Telégrafos, fue la que más interés público despertó. Comparecieron las principales firmas regionales y algunas extranjeras, como Mansfeld y Singer. En total, acudieron 1.300 expositores nacionales y extranjeros, una cifra nada despreciable en la época. Fue, también, un éxito de participación y de público. Tras esta segunda Exposición, hubo que esperar un cuarto de siglo antes de que se acometiera otro esfuerzo de este tipo, e incluso mucho mayor: la Exposición Hispano-Francesa de 1908.
LAS CONDICIONES SANITARIAS DE ZARAGOZA
Las condiciones en que se encontraba Zaragoza a finales del siglo XIX han sido descritas por Martín4 en su tesis doctoral sobre Patricio Borobio, quien se incorporó a la Facultad de Zaragoza en 1887.
Las calles de la capital aragonesa estaban la mayoría sin adoquinar, polvorientas en verano y embarradas en invierno. Sucias, como consecuencia del sistema de tracción animal de los vehículos, y por los animales que deambulaban sueltos por la ciudad, a pesar de que el gobernador disponía que los internos en la prisión se emplearan para limpiar a fondo las calles al llegar el verano5. Las deplorables condiciones de limpieza de la estación de ferrocarril hicieron que se multara a su jefe con cincuenta pesetas después de una visita de la comisión especial facultativa de la policía urbana. El Ayuntamiento dispuso además que se limpiara y blanqueara el suelo de varias dependencias y que se limpiaran y desinfectaran los retretes, “hoy en tan visible abandono que, de no remediarse esta falta, fácilmente pudiera perjudicar a la salud pública”6.
El agua que se bebía en Zaragoza procedía del Ebro y llegaba directamente del río o a través de acequias. El establecimiento de una red de agua y alcantarillado era una necesidad sentida por la población y por la clase médica. También Aramendía lo consideraba imprescindible7. Sólo en las calles más amplias y modernas el agua se distribuía a las casas a partir de depósitos y llegaba limpia. En el resto se compraba a los aguadores o se recogía de las fuentes, tal y como salía, es decir sucia y con detritus orgánicos, porque la falta de alcantarillado producía frecuentes filtraciones desde los pozos negros. Los servicios domiciliarios de eliminación de excretas se reducían a los pozos negros o letrinas, hechos en tierra sin revestimiento interno. El alcantarillado y la red de agua no empezaron a funcionar hasta 1911. La leche, que se vendía en las lecherías, y de forma ambulante, se adulteraba con agua, burlando las inspecciones sanitarias.
Calles polvorientas y sucias, aguas contaminadas, ausencia de alcantarillado y leche adulterada con agua no precisamente potable. Zaragoza reunía todos los requisitos para que se presentara una epidemia de cólera en 1885.